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En realidad no me gusta la Navidad. Me da mal rollo, yuyu, me escama, vamos, que me pone de una mala leche preocupante. Creo que lo único bueno y decente de esta época del año es la paga extra, el que la tenga. Y si hay algo que me jode sobremanera de estas fechas son las cenas en grupo. La de la empresa, la de la gente del departamento, la de los conocidos que se creen amigos… Una forma absurda de gastarse el dinero para celebrar que llevas un año más viendo las caras a la misma gente y de que tienes aún más ganas de dejar de verlos que el año anterior. Y encima la gente se emborracha, y es muy gracioso, y la gente baila y deben de ser las cenas en la que menos alcohol mezclo con mi sangre porque me conozco y lo mismo mandaba a alguien a la mierda y entonces lo mismo sí que empezaba a gustarme la Navidad.

Al menos este año mi empresa ha suspendido la comida navideña a la que, de todas formas, últimamente no me molestaba en ir. Y como en mi departamento saben que soy un borde y un sociópata no se toman a mal que no vaya a la suya. Sólo me queda la de los amigos del trabajo. No tengo nada en contra de ellos a pesar de ser amigos míos pero tampoco me apetece demasiado cenar con la misma gente con la que como para comentar las mismas cosas que comentamos cada jodida mañana de cada jodido lunes de cada jodida semana del año. Con suerte hablaremos de fútbol y alguien se emborrachará o bailará y aún acabará siendo un rato medio decente. Y lo mismo mando a alguien a la mierda, que todo puede ser.

Hay días que uno se pregunta: «¿qué hago con mi vida?». Luego llegas al trabajo, recibes algo como esto y todo queda resuelto, no hay lugar para la duda y tienes que reconocer que todos tus desvelos han merecido la pena.

No me haré el sorprendido porque ya soy mayorcito para saber cómo actuán los políticos, esa raza de parásitos para los que las palabras honestidad intelectual y honradez son tan extrañas como a un esquimal la manga corta. Mientras una actividad, aunque incumpla la ley, dé dinero en impuestos (y lo dejo así por ser bueno) y no salga en las noticias, todo es perfecto. Lo digo yo, que duermo debajo del motor de un extractor de humos de un Burger King, denunciado al ayuntamiento por activa y por pasiva y que ahí sigue, con sus ruidos, sus humos y sus vibraciones… en lo que no haya un escándalo en este o en otro local similar, claro. Entonces, como pasa ahora con los bares y discotecas, saldrá el responsable del ayuntamiento y el enamorado de la cámara, el señor (es un decir) Gallardón, a tomar medidas en dos semanas que dejaran de cumplirse en menos de un mes pero que les harán quedar estupendamente ante sus votantes (al menos ante los que vivan en la inopia, que deben ser casi todos).

Entendedme, soy favorable a que cualquier local sin su licencia en regla no se abra, pero también soy favorable a que los ayuntamientos tramiten las licencias y las denuncias con un mínimo de profesionalidad, eficiencia y honradez. Lo que me escandaliza de esto no es tanto que cierren un local con montones de denuncias puestas sino que esas denuncias llevan ahí años, tantos al menos como llevo yo acudiendo a este local en particular a ver conciertos, y es ahora, con sangre de por medio en buena medida provocada por la incompetencia cuando no la connivencia del propio ayuntamiento, cuando deciden que es el momento de cerrar en bloque este tipo de locales.

Otra cosa es el perjuicio que esto nos provoca a los que disfrutamos de vez en cuando de acudir a conciertos. La Riviera, para el que no la conozca, es una de las pocas salas de conciertos de la ciudad y casi la única de su tamaño. Allí hemos podido ver a gente como Morente, Interpol, Sigur Rós, Yo la Tengo, Wilco, James, por mencionar unos pocos. Ahora nos quedamos con salas que se quedan pequeñas para grupos con algo de tirón (tipo Heineken o Moby Dick) y con otras localizaciones enormes en las que sólo pueden actuar grupos de renombre (las Ventas, Arena o el Palacio de los deportes). En medio, la nada. Preveo una larga época de escasez en lo que a actuaciones que merezcan la pena se refiere. Mientras tanto, nuestro querido alcalde aspira a conseguir organizar unos juegos olímpicos en una ciudad que los ve con la mayor de las indiferencias, mientras la ciudad se hace poco a poco más invivible y las autoridades sólo aparecen cuando pueden ganar o perder votos. Para todo lo demás, no están.

Ante los recientes apuntes que me acusan de cierta densidad compositiva no quisiera dejar pasar la oportunidad de reivindicar mis recientes participaciones en este espacio. Sí, tengo cierta tendencia a la parrafada, especialmente si mis supuestos colaboradores de blog, animadores potenciales, y sólo potenciales, de esta página, me dejan semanas enteras para darle vueltas a los temas. La culpa es vuestra, yo sólo me veo dominado por mi naturaleza inquisitiva y algo pesada además de por mi incapacidad para el resumen.

Y en resumen, me escriban más y así yo escribiré menos y tendré excusas para dar estocadas más breves y afiladas. En cualquier caso, aquí les dejo una urna.

Estos días la gente se entretiene hablando de economía. Esto es como cuando escuchas al taxista hablar de física nuclear. Supongo que habrá taxistas con el título de Ciencias Físicas o con una intrépida y admirable curiosidad por estos temas pero, en general, cuando tu taxista te habla de economía o de física es como oír hablar del sexo de los ángeles, sólo se escuchan chorradas.

Ya he escuchado en varias ocasiones lo de que, si lo que falta es dinero para prestar, porqué no imprimen más billetes los bancos centrales. Cualquiera se pone a explicar los conceptos de liquidez o inflación a gente de más de cuarenta años que no ha encontrado en ese tiempo un rato para entender cómo funciona el mundo que les rodea. Pero el caso es que hay un tema que también he oído mencionar estos últimos días y que me da más ganas de escribir. Una de las bases del plan de rescate (aunque no lo llamen así) de nuestro Gobierno es vender deuda pública para comprar activos de los bancos que no tienen salida en el mercado a pesar de tener buenos ratings (conviene mencionar que hay muchos activos financieros por ahí con ratings de triple A que están respaldados por estupendas hipotecas «subprime»). Ante esto ya he escuchado loar en algunos sitios la gran credibilidad que tienen los Estados ante los inversores en estos momentos de crisis, mientras que nadie con dinero en el bolsillo parece querer fiarse de bancos y empresas.

Pasemos, pues, a analizar por qué los Estados son más creíbles que una empresa cuando se trata de prestarles dinero a interés. Pongamos el caso simplificado de una empresa que busca financiación para un proyecto. Para ello tendrá que conseguir un crédito respaldado por una buena cantidad de bienes, además de presentar un proyecto que el banco o el inversor particular pueda valorar. A pesar de todas las precauciones, y debido a lo volátil del carácter humano y la economía, todo proyecto es susceptible de fracasar, con lo que el inversor puede perder parte de su dinero en vez de recibir los beneficios que esperaba.

En el caso de un Estado, el dinero que pagará la devolución del crédito con sus respectivos intereses no depende del éxito en el mercado de una empresa sino de los impuestos que ese mismo Estado cobra a sus ciudadanos. Y no creo tener que recordarle a nadie lo que le puede pasar a un ciudadano corriente si deja de pagar sus impuestos.

Así que esa es la diferencia que da más credibilidad a un Estado frente a una empresa a la hora de devolver un préstamo. Una empresa no te puede poner una pistola en la cabeza para le compres sus productos y poder devolver el dinero, un Estado puede y lo hace. Claro que eso se basa en la teoría de que los Estados no quiebran, cosa que quien sepa algo de historia podrá decir que no está tan clara.

Alguno diría que la dignidad pero buena parte de ustedes, queridos lectores (uso el plural con prudencia), la perdió hace demasiado tiempo. La sabiduría popular nos enseña que la esperanza debe ser la última cosa que perdamos pero, ¿puede la sabiduría popular equivocarse? Obviamente sí, lo hace constantemente, y no hay que olvidar que popular y populacho tienen la misma raíz así que mejor no fiarse de lo que diga la mayoría porque la mayoría suele estar equivocada. Y por mucho.

En este caso mi pregunta es la siguiente: ¿se debe perder antes la esperanza o la fe? La verdad es que el diccionario no ayuda mucho, en la definición de los términos, a la hora de explicar mi pequeña duda así que voy a dar lo que entiendo es una definición de andar por casa y con bastante sentido común de lo que entiendo por esperanza y fe para que podamos discutirlo a gusto sobre premisas bien claras. Digamos que:

a) Tener esperanza implica creer que algo saldrá según esperamos basándonos en la probabilidad que, según nuestra propia experiencia, tienen de darse ciertos acontecimientos.

b) Tener fe implica creer en lo que no se ve y está, por tanto, más allá de nuestra experiencia de los hechos.

Dado lo cual entiendo que antes debería perderse la esperanza que la fe, puesto que la esperanza puede rendirse cuando lo hechos, testarudos, nos la niegan, pero la fe, al menos la de los creyentes serios, es inmune a la realidad. Reconozco que mi definición de fe es de orden religioso, de ahí su absolutismo, y que con una definición algo más laxa la diferencia no estaría tan clara, pero como vivimos, según decía Cioran, en el ojo del cíclope del catolicismo, me permito esta licencia. Su turno.

P.D: Como curiosidad diré que todo esto deriva de un comentario de una compañera de trabajo tras ver un power point de esos que circulan por internet sobre «en qué piensan los hombres» o algo similar (yo no llegué a abrirlo ya que, a pesar de lo que muchos creen, tengo trabajo). Para que vean que de esos mailings absurdos a veces salen cosas aún más absurdas.

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